El monstruo de Santa Elena by Albert Sánchez Piñol

El monstruo de Santa Elena by Albert Sánchez Piñol

autor:Albert Sánchez Piñol [Sánchez Piñol, Albert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-01T00:00:00+00:00


Al día siguiente

Por la mañana, cuando desperté, F. R. ya no estaba a mi lado. Nada más salir de la habitación, el valet de Bonaparte me informó:

—El señor Chateaubriand y Su Majestad están desayunando en la glorieta del jardín, aprovechando la bonanza del día, y la invitan a unirse a ellos.

¿Buen día? Para los habitantes de Longwood unas nubes de color plomo, y tan bajas que podrías tocarlas poniéndote de puntillas, ya se consideraba buen tiempo. Sí, Diario Mío, así es Santa Elena: un lugar donde los desayunos, que en todas partes marcan el inicio y el impulso del día, aquí más bien parecen su puesta de sol y ocaso. Aquí todo es final. La glorieta estaba en un pequeño rellano ajardinado, adyacente a la casa. Era un jardín inevitablemente triste, sin flores ni aromáticas, que el clima mataba.

Cuando me reuní con F. R. y Bonaparte, este hizo como si entre nosotros no hubiera pasado nada. Constato que, en la mesa, es un cerdo. (Y no, Diario Mío, no me guía la animadversión, solo una observación justa). Come amorrado al plato, literalmente. Ignora a su entorno humano. Como ya sabemos, le gusta el vino de Borgoña, pero no porque tenga un gusto delicado, sino porque durante sus campañas había constatado que las botellas soportan el movimiento y el traslado sin avinagrarse.

Él y Chateaubriand estaban hablando de las relaciones entre política e historiografía. Bonaparte se lamentaba de su destino, y de cómo sería tratado en la posterioridad.

—No se preocupe —intervine—. Digan lo que digan, la Historia no la escriben los vencedores; la escriben los escritores.

Y continué:

—Usted es la prueba. De joven escribió unas cuantas novelitas que pasarán a la historia gracias a vuestra fama militar, aunque como obra literaria sean pueriles, lánguidas, acartonadas, desguazadas, blandas, flemáticas, pobres y, en definitiva, pésimas.

—¡Ja! Touché! —admitió alegremente Bonaparte—. No fui un buen autor, no, no lo era. Pero siempre hay prodigios y excepciones. Y yo he sido uno de ellos con la espada, no con la pluma. Afirmar de un autor tan elevado como, por ejemplo, Ossian, que es un simple escritor sería como decir que yo soy un simple general.

Todo se lo llevaba a su terreno. ¡Qué hombre! Y qué manipulador. Porque en ese momento depositó una mano sobre el hombro de F. R., inspiró aire y dijo, solemne:

—Señor Chateaubriand, yo le he combatido, pero no le he odiado. Porque, como bien dice la señora de Custine, yo no fui un gran autor, usted sí lo es. Y sea usted amigo o enemigo, yo, a usted, le admiro.

¿Sabes, Diario Mío? De Napoleón sorprende que se hace imposible discernir si es sincero o no lo es, y al mismo tiempo su sinceridad o falsedad son superfluas: la cuestión última, irrefutable, es que funcionan. Porque la vanidad de Chateaubriand, imperceptible pero efectivamente, se rindió. Como un guerrero que baja el escudo. Le podían la alabanza y el halago, la admiración de un genio. Ogro monstruoso, sí, pero genial al fin y al cabo. Y lo peor de todo:



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